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sábado, 10 de octubre de 2020

LAS VUELTAS DE LA VIDA: EL PREMIO NOBEL x NORA BÄR

 Va el artículo de NORA BÄR publicado digitalmente en "La Nación" y en la impresa de "El Comercio" de hoy.

Un poco más apagados que de costumbre por la pandemia, amados y odiados al mismo tiempo, los Nobel siempre despiertan admiración y críticas por partes iguales. Por un lado, abren una ventana a maravillosos avances del conocimiento, algunos realizados hace décadas y cuyas historias (con frecuencia novelescas) solo conocemos en el momento en que son alumbrados por este reconocimiento. Pero por el otro, como subrayó alguna vez el periodista norteamericano Ed Yong, no cabe duda de que en momentos en que la ciencia es cada vez más una empresa colectiva, también son un tanto anacrónicos.

Ya se sabe que todo premio es resultado de méritos genuinos combinados con ingredientes azarosos, que pueden incluir desde el lobby hasta el lugar de nacimiento. Así y todo, su atractivo es tan poderoso que los que rehúsan aceptar las reglas del juego, como Jean-Paul Sartre, que en 1964 rechazó el Nobel de Literatura, o el matemático ruso Grigori Perelman, que hizo lo mismo con el millón de dólares del Instituto Clay por resolver uno de los problemas del milenio, nos dejan sin palabras.

Pero seguir imaginando el avance científico como producto de genios solitarios abona una imagen distorsionada de la ciencia. La distinción de Química, otorgada este año a Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna por su descubrimiento de la técnica para cortar y pegar genes denominada Crispr-Cas9, no está exenta de este problema.

Para dejarlo en claro: es magnífico que se haya reconocido el rol fundamental de dos mujeres (en casi 120 años de historia dominada por hombres, en su mayoría angloparlantes). Además, ambas son muy merecedoras de la distinción. Pero bastó que se conocieron sus nombres para que se recordaran los de una decena de investigadores que tuvieron participación fundamental en una historia de película, que hasta incluye hechos fortuitos que dejaron a algunos fuera de carrera.

Entre los participantes en esta trama está el microbiólogo español Francis Mojica, pionero en reconocer las secuencias Crispr en bacterias y su papel en los mecanismos de inmunidad. Rodolphe Barrangou y Philippe Horvath (que trabajaba en una firma de yogur) ofrecieron pruebas experimentales de la función inmune de este sistema. John van der Oost y colegas de la Universidad de Amsterdam obtuvieron los primeros indicios de que Crispr no solo cortaba el ARN. Feng Zhang, del MIT, y George Church, de Harvard... Pero hay dos personajes que tienen papeles protagónicos.

Uno es el argentino Luciano Marrafini, graduado en la Universidad Nacional de Rosario, que se trasladó a la Universidad de Chicago para hacer un doctorado y fue el primero en demostrar, en 2008 (con Erik Sontheimer, de la Universidad Northwestern), que Crispr cortaba también el ADN, y en sugerir que podría ser utilizado para la edición genética en diferentes sistemas. Más tarde, en 2013, con Zhang, fueron los primeros en trasladar la técnica de las bacterias a las células humanas.

Otro es el lituano Virginijus Siksnys, que independientemente de Charpentier y Doudna, descubrió casi al mismo tiempo que el sistema Crispr-Cas9 se puede usar como una herramienta universal para editar cualquier genoma. De acuerdo con Eric Lander, que repasa esta historia en su artículo Los héroes de Crispr, Siksnys envió su paper a la revista Cell el 6 de abril de 2012, donde fue rechazado sin revisión externa. El 21 de mayo lo reenvió a Proceedings of the National Academy of Sciences, que lo publicó online el 4 de septiembre. "El trabajo de Charpentier y Doudna tuvo más suerte -destaca Lander-: lo enviaron a Science el 8 de junio, dos meses después que Siksnys, y tras una revisión 'express' apareció online el 28 de junio".

En todo caso, como dice Marrafini: "La ciencia no se trata de volverse rico ni famoso, sino de descubrir cómo funcionan las cosas. Es una emoción única y lo que los científicos amamos de este trabajo".

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