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martes, 28 de junio de 2016

"NOSOTROS EN LOS GATOS" x ALEXANDER HUERTA-MERCADO

Ilustración: Giovanni Tazza

Nosotros en los gatos, por A. Huerta-Mercado

La relación entre humanos y animales.

"El Comercio" 25-06-16

Cuando a Jorge Luis Borges le contaron que su gato pasaba largo rato confundido ante su propia imagen en un espejo, le dedicó un poema:
El gato blanco y célibe se mira
en la lúcida luna del espejo
y no puede saber que esa blancura
y esos ojos de oro, que no ha visto
nunca en la casa, son su propia imagen.
¿Quién le dirá que el otro que lo observa
Es apenas un sueño del espejo?

Recorramos nuestro vínculo como especie humana con los gatos para entender la curiosa y cambiante relación que nos ha unido a los animales. En Egipto, la diosa Bastet tenía cabeza de gata, por lo que los gatos eran considerados sagrados (algo que parecieran no haber olvidado). En contraste, durante la Edad Media, el gato fue perseguido junto a las hechiceras y se le asoció con el demonio, de ahí que haya sido quemado en la hoguera. 
Hoy en día el gato pareciera ser el único animal que nos ha domesticado. Y no solo son apreciados en nuestros hogares y están esforzadamente protegidos en un importante parque de Lima, sino que han invadido los muros del Internet. Abundan memes, videos, fotos y animaciones coloridas de gatos en situaciones que percibimos como graciosas o tiernas.
En general, los humanos hemos tenido una extraña relación con los animales que va desde verlos como enemigos hasta verlos como la encarnación de la inocencia frente a la depredación humana. Esta polaridad (que pareciera excluir a los animales peligrosos para nuestra salud como insectos o roedores) parte precisamente de nuestra necesidad clasificatoria por la que separamos a los demás animales de nuestra especie; los incluimos en la división de cultura y naturaleza, los clasificamos como domésticos y salvajes e incluso entre nocivos y útiles. 
Si bien toda cultura humana conocida califica y divide a los animales en distintos grupos, somos los occidentales los que hemos puesto una particular barrera divisoria al clasificar la frontera entre lo que es persona y lo que no lo es. Curiosamente, esta división está siendo relativizada y en los últimos años hemos flexibilizado nuestra relación con otras especies.
En poco tiempo nuestra relación con los animales ha cambiado y parece que ahora somos cómplices de la mayoría de ellos. Pareciera mentira que hasta el siglo pasado las películas presentaban a los cazadores como héroes, o que una de las primeras películas mudas producidas por Edison haya sido el detallado proceso de electrocutar a un elefante, o que divas de la pantalla se hayan premunido de pieles de animales ahora en peligro de extinción. Los animales exóticos exhibidos o cazados eran trofeos que a la larga ofrecían una idea del dominio colonial que palideció en el siglo XX, dando paso a la perspectiva actual donde la fauna está constituida por seres que necesitan y merecen nuestra protección como una suerte de hermanos menores en peligro.
Siguiendo la tradición de la fábula, Disney ha apoyado esta imagen amistosa de ratones, patos y venados, e incluso ha convertido a un predador como el león africano en una representación tierna de Hamlet. Por su parte, la industria del cómic ha colaborado con héroes de la cultura pop provistos con los poderes de una araña o las características simbólicas de un murciélago, que de alguna forma rescatan la veneración que alguna vez sentíamos en el Paleolítico por aquellos seres a los que todavía no podíamos dominar o comprender.
Al mismo tiempo, los discursos apocalípticos que hasta hace unas décadas fueron relacionados a la potencial guerra nuclear han cambiado, de la Guerra Fría a, irónicamente, el calentamiento global y las consecuencias de lo que nosotros como especie hemos hecho con el aspecto ecológico del planeta. Se puede inferir toda una percepción en la que no solo somos la especie culpable de haber modificado brutalmente el medio ambiente, sino que también colaboramos en la extinción de varias especies animales. 
Esto ha tenido un impacto en cómo observamos a los animales y cómo los vemos con culpa y –sorprendentemente también– como espejo. Por ejemplo, la tauromaquia por muchos años fue asociada a la impronta colonial y a los grupos de poder y ahora, más bien, es observada desde la perspectiva del toro. Me atrevería a decir que existen ahora más antitaurinos que aficionados a las corridas. Los circos son ahora criticados por maltrato animal y los últimos acontecimientos en los que se han sacrificado animales de zoológicos para salvar vidas humanas en potencial peligro de ataque han hecho cuestionar la necesidad de tener este tipo de atracción urbana.
Así como los humanos hemos proyectado en los tótems nuestros propios valores, ahora pareciera que proyectamos en los animales nuestra propia imagen. Cuando los animales nos miran, de alguna manera encontramos un espejo en esa mirada. Así, cuando los animales toman actitudes que nos recuerdan a nosotros los humanos es que nos dan risa y esto lo confirma Internet: gatos que parecen enojados, perros que parecen felices, pingüinos que parecen marchar en esmoquin y nutrias que duermen tomándose de las patitas. También en nuestra vida cotidiana tenemos códigos que tienden a entender a los animales como portadores de nuestros sentimientos: le pedimos perdón a un perrito si le pisamos la cola, interpretamos sus lengüetazos como besos y asumimos que saltan de alegría al vernos. Encontramos en ellos una suerte de humanidad inocente que parecemos exigirles porque el mundo urbano nos la parece haber arrancado. 
El antropólogo francés Philipe Descola sostenía que los animales sirven para pensar y en nuestra tribu el gato es un buen ejemplo. Hemos encontrado en su misterio e indiferencia la excusa perfecta para concederle características que queremos para nosotros y le hemos otorgado la posibilidad de tener muchas vidas, incluso le hemos calzado botas. Como a muchos animales, los hemos convertido en una suerte de espejo que no deforma sino que mejora nuestra imagen.
Sospecho que los gatos ya se dieron cuenta.

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